Desde que publiqué el artículo sobre los mandalas pintados en las bandejas de pizza me repito todos los días: «tengo que contarles la anécdota de cómo fue que terminé sacándole fotos a todo el asunto, tengo que compartir este aprendizaje».
Pues bien, aquí estoy, lista para narrarles este pequeño paisaje cotidiano de la vida en familia con una mamá creativa y unos niños creativos que a veces convergen y a veces divergen en sus ideas e inventos.
Resulta que yo soy el tipo de educadora, madre y aficionada a la pintura que ve un dibujo de una nena, de un nene, y siente una especie de emoción similar a la que se experimenta mirando el más fantástico Picasso en el MOMA.
Se comenta que el mismísimo Pablo decía sobre su trabajo:
»Desde niño pintaba como Rafael, pero me llevó toda una vida aprender a dibujar como un niño».
De modo que me sentí muy feliz cuando una amiga docente me hizo caer en la cuenta de que lo que los chicos hacen son obras de arte y no «trabajitos» como se los suele llamar en la escuela. En sus dibujos, pinturas y esculturas veo equilibrio, composición y plasticidad. Hay belleza pura en los trazos, en el uso del color y en la exploración de la forma.
Por este motivo, tengo la tendencia a querer atesorar sus dibujos y muy especialmente sus pinturas*. Esto para mí es sumamente valioso y me sirve muchísimo por varios motivos educativos además del hecho que mi creatividad como mamá o educadora se ve reflejada en estas obras. Por lo tanto, voy formando una especie de museo en casa y en los talleres, organizando muestras itinerarntes por las paredes, las ventanas y las puertas.
Pero resulta que los mandalas pizzeros me hicieron reflexionar profundamente sobre un aspecto importante que hasta el momento no había percibido más que tibiamente.
El asunto fue así. Yo fui coleccionando bandejas de pizza porque en cuanto las vi supe que quedarían maravillosas pintadas. Busqué el mejor material para esta tarea (que a mi modo de ver son los acrílicos de buena calidad y pinceles acordes) y esperé, como una leona a la caza de la creatividad, que se diera el momento justo para proponerles pintarlas. En la mayoría de los casos tuve un éxito total. Bajar los tarros de acrílicos, el enorme jarro de pinceles y las bandejas circulares ejercen una especie de efecto magnético e hipnotizante y los chicos corren a sentarse alrededor de la mesa pidiendo con entusiasmo los colores preferidos en sus paletas. Entonces ya los veo respirando rítmico, serenos, concentrados. «¡Oh!, pienso. ¡Se da la magia!». Suavemente voy destapando los tarros con los tres primarios y el blanco y negro, repartiendo tarritos con agua y trapos húmedos.
En ese instante, mi creatividad y la creatividad de mis pequeños artistas convergen y se vuelven una sola. De esa unión nacen los colores y las formas. «Fantásticos colores y formas», me digo a mi misma, «estos mandalas los voy a guardar para colgarlos en aquella pared». Pero para mi total decepción, como en una película de amor donde todo está saliendo fantástico y el personaje repentinamente se despierta y descubre que no solo todo era un gran sueño sino que además la enamorada está bailando con otro, con ese estilo de desilución, descubro que mis niños no quieren para nada colgar sus mandalas en ningún lado.
Han pintado helicópteros, han pintado estrellas ninjas, bolas de poder amarillas, cohetes y moléculas. Ahora quieren usar sus pinturas para jugar a lanzarlas en el aire y atajarlas, pasándoselas entre ellos y viendo cuáles tienen más «poderes», cuáles vuelan mejor y cuáles son las más difíciles de dominar. Así que los sacan para que se sequen al sol, de manera tal que puedan usarlos para jugar lo antes posible.
Yo me resisto. Bastante.
Les ofrezco bandejas blancas, nuevas, para que las usen de platos voladores. Los mandalas son para colgar, insisto aun sin notar que la línea de mi creatividad (que hace apenas una media hora nacía en el mismo punto y al mismo tiempo que la de mis niños) es ahora claramente una línea divergente y no deja de alejarse más y más con cada palabra que digo.
«Que no, que nada que ver», me dicen notoriamente en desacuerdo.
«¡¿Pero jugando así van a romper estas que son verdaderas obras de arte?!», digo queriendo convencerlos de lo que aun no me resigno a ver como lo que es: un imposible.
«Que las blancas son un desastre, que no vuelan ni ahí como la helicóptero, ni atacan como las estrellas ninjas, que para qué pintaron tanto si al final no sirve de nada, que…», siguen quejándose pero yo tengo una función cerebral que es bajarles el volumen pensando más fuerte de lo que ellos hablan. Me da buenos resultados cuando me siento atorada y necesito revertir situaciones.
«Ya, ya. Ya entendí. O sea que no vuelan igual», digo para ganar tiempo y pensar en cómo resolver este desencuentro creativo… Gracias a Dios ellos son mis hijos y por ese motivo se permiten quejarse un poquito más allá de lo común. Y gracias a esta insistencia es que yo también tengo que buscar y buscar más una solución. Finalmente no se me ocurre a mí, sino a uno de ellos, cómo resolver el dilema. ¡Oh, nuevamente la magia!, nuetros canales de creatividad abruptamente convergen y en esa unión surge la respuesta.
«Y bueno ma, si querés que no se rompan sacales fotos y dejanos jugar, ¿sí?».
Me rindo.
Busco la cámara, un mantelito blanco, buena luz y disparo el obturador. Cada bandeja que termino de fotografiar sale volando (literalmente) a cumplir con su verdadera misión en la tierra. Todas ellas vuelan bien, vuelan lejos y con estilo, pero cada una tiene poderes especiales que les son conferidos gracias a los colores y las formas con las que fueron pintadas. Nunca una bandeja blanca lograría lo que logran estas. Estos son unos frisbees fantásticos y demuestran, de buenas a primeras, que el juego libre y creativo es todo un arte.
Me encantó la historia, gracias por compartirla!
Abrazos
WUAUUUUUUUU! ¡Cómo sufrí! ¡Qué bueno el final feliz…!
Si, son obras de arte, definitivamente! Qué maravilla que están ahí, virtualmente intactas, para que las disfrutemos una y otra vez!